8 de septiembre de 2024

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Un cordobés pintó el mural más grande de la ciudad de San Pablo

“Yo no uso, ni divulgo mi identidad”, aclara el muralista y agrega que prefiere su nombre artístico: Tec. Tiene 45 años, es cordobés y vive en San Pablo, Brasil, hace seis. Tango 360 es su última muestra, que fluye desde un galpón del barrio Barra Funda y es virtual. Tec hizo de todo en la ciudad, pero la gente lo conoce por su mural gigante frente a la autopista Minhocão. Tan gigante como San Pablo.

“Nací en Barrio Jardín de Córdoba capital, pero nos mudábamos cada seis meses”, responde sobre sus orígenes. No es que fueran artistas, ni bohemios. “Por cuestiones políticas”, desliza. Y, después de una pausa, ahonda: “Tenía un año cuando fui exiliado político. Nací en el 75 y en el 76, apenas después del Golpe, tuvimos que salir corriendo. Primero a Barcelona, después a París y estábamos camino a Holanda cuando se acabó el cupo de asilo político. Quedamos varados, entonces surgió una posibilidad en Israel y terminamos allá. Ahí nació mi hermana”.

El mural le llevó tres años de pre producción.

-¿Tus padres eran militantes?

Mi papá había militado, pero a esa altura ya no estaba vinculado con nadie. Tenía 24 años y estuvo preso antes del Golpe. Era estudiante. Mi mamá era profesora de escuela y también estudiaba. Volvimos a Córdoba con la democracia, en el 83. Entonces mis viejos tuvieron que rearmar su vida y remarla durante años. Vivimos primero con una abuela, después con la otra, y cambiamos mil veces de barrio. Hasta que en mi adolescencia mi papa consiguió un trabajo en Buenos Aires y nos vinimos a Olivos. Hice los últimos tres años de secundario en una escuela de Vicente López.

-¿El arte ya era parte de tu vida?

En la escuela no me iba bien en nada, salvo en arte. Ya cuando tenía siete años los profesores les avisaron a mis padres que yo tenía un talento y ellos me mandaron a clases particulares de arte. En paralelo estudiaba violín en el conservatorio de Córdoba.

-¿Cómo empezaste con los grafitis?

Desde los quince. Tenía una banda de rock que se llamaba Ocote. Tocaba la guitarra. En esa época las escuelas tenían bandas que se promocionaban a través de grafitis. Eran un boom barrial. Armé logotipos y pintábamos las paredes con aerosol. A donde tocábamos, yo iba con la mochilita y pintaba. Tardaba dos minutos. No había problema. Una vez pinté la pared de la escuela y ¡era obvio que había sido yo! El director me retó, pero me comentó al pasar que le parecía bueno el logotipo. Me fui retado pero orgulloso. Fue una linda época. Con mis amigos seguíamos a Divididos y Las Pelotas.

-Es decir que eras autodidacta.

Si, pero además el padre de un amigo era artista plástico y me trajo de Nueva York un libro genial sobre el nacimiento del grafiti en los 70. ¡Me partió la cabeza! Así que con 18 años mi amigo y yo fuimos los primeros en pintar grafitis de letras redondeadas y sombras en Buenos Aires. El típico lenguaje hip hop. Además, me perfeccioné a los veinte cuando me fui a Barcelona por seis meses y la movida grafitera estallaba.

-¿Estudiabas?

Sí. Cuando terminé el colegio estudié Diseño Gráfico en la UBA. Era una carrera que aún no estaba del todo desarrollada en Argentina. Me llevó seis años, con la pausa por el viaje a Barcelona. En la UBA conocí grandes amigos que luego serían mis compañeros en FASE, un colectivo artístico. Entre 2000 y 2005 trabajamos juntos haciendo desde desde stencil, hasta revistas y fiestas. Publicábamos los trabajos no aprobados. En paralelo trabajaba para poder vivir solo. Fui, entre otras cosas, ¡coordinador de promotoras! Con los años armé mi taller y empecé a hacer gráficas y letreros. En el 2005 quedamos seleccionados para el Festival de Cine de Berlín y fue un punto de inflexión. Me dediqué a full al grafiti. Vivía muy gasolero, entre Europa y Buenos Aires.

-¿Porqué te fuiste a San Pablo?

En el 2012 me invitaron a una muestra de grafiti muy importante en el Museo de Arte de San Pablo. Me propusieron quedarme en la galería, firmé un buen contrato y se me abrieron las puertas del mercado. Hasta entonces, solo le vendía mis obras a algún amigo. Pero nada fue de un día para el otro. En los 45 días de muestra trabajé muchísimo y llegué a dormir en el museo. Tenía 35 años y sabía que tenía que romperla. Era la posibilidad de pararme como artista.

-Es decir que el éxito no fue solo inspiración.

¡No! La inspiración es un diez por ciento. El resto es perseverancia y periodicidad. Hoy vivo del arte no por el talento, sino porque estuve veinte años haciendo lo mismo, sin parar, en las buenas y en las malas. Siempre supe que si quería ser artista iba a tener que laburar mucho.

Tec también tiene un barrilete en Fortaleza.

-¿Porque te quedaste en San Pablo?

En la muestra conocí a mi actual mujer, Laura Rago. Ella es brasilera, periodista y trabajaba en el Folha de Sao Paulo. Lo nuestro empezó como algo tibio, pero antes de volverme le dije al galerista: "Estoy re copado con Laura. Invéntame una muestra en marzo así tengo una excusa para instalarme". Compinche, la creó. Mi relación con Laura avanzó y quedó embarazada al toque. Así que con apenas un año en Brasil yo ya tenía una mujer y una hija. Antonia tiene siete años y Lena, tres. Estoy rodeado de brasileras. ¡Nada mal! Monté mi atelier y Laura trabaja conmigo. Se dedica a lo conceptual, la organización y comunicaciones.

-¿Cuál es el atractivo de San Pablo?

Es una ciudad muy fea, pero lo contrarresta con un alma especial. Su movida cultural es impresionante. No duerme. Agarrás una guía y tenés mil opciones de música, muestras, artistas. En Buenos Aires yo conocía a todos los grafiteros. Acá no conozco ni al diez por cinto. Estoy en una ciudad de 20 millones de habitantes que viven a un ritmo frenético. Esto me puso la vara bien alta. Me volví competitivo. Tengo que reinventarme todo el tiempo.

-¿Por qué quisiste pintar el mural más grande de la ciudad?

En San Pablo no se pintan grafitis como en Buenos Aires. Hay mucha vigilancia. Yo tenía muchas ganas. Entonces pensé algo grande. Lo terminé en 2015, después de tres años pre produciéndolo. Tuve que abrir una sociedad anónima y alquilar la pared del edificio. Tiene 68 metros de altura. Son 18 pisos. Además, lo hice de manera independiente, como una inversión. En Argentina hay mucha movida en el under y la bohemia, pero en Brasil pintan contratados por empresas. No tienen ese rollo. Y, de hecho, todo lo que se hizo a gran escala está financiado por alguna marca.

-¿Y vos por qué no buscaste un sponsor?

Me reuní con algunos, pero me decían que tenía que ser amarillo o verde, o así o asá. Preferí mandarme solo. Para mi es importante que no se vea como una publicidad. Aproveché para hacer una crítica al urbanismo de la ciudad, que es un desastre. Cuando lo pinté acá se estaban implementando las ciclovías y los paulistas se quejaban. Jugué con la idea de la ceguera. Y terminó siendo un mural icónico. Está en un lugar central. Lo ven los autos que van por la autopista, pero además, los fines de semana, cuando la autopista se cierra para volverse peatonal, lo ves de cerca. Y eso está buenísimo.

Por: Ana van Gelderen para La Nación.