26 de julio de 2024

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El poder y la gloria: opinión por Julio Bárbaro

La política suele convocar a lo mejor y lo peor de lo humano. Hay tiempos de patriotismo, de fundadores, de aquellos que trascienden por el legado, el talento, la sabiduría, el don de gentes, las virtudes humanas que en aquellos elegidos para gobernar son esenciales, y definen no solo su actuar, sino también, y por sobre todo, la respetable dignidad de su retiro.

Las sociedades necesitan admirar a sus dirigentes, y estos, priorizar el destino colectivo a cualquier deseo individual. Desde el retorno de la democracia Raúl Alfonsín fue el único que ocupó un lugar digno, resultado de la honestidad de su gobierno. Quizás esta situación se dio más allá de sus logros y sus fracasos: sin duda alguna representó el último intento de la política de conducir a los poderes económicos.

Luego vendrían los tiempos de la entrega del Estado a la codicia de los grupos privados. Eso definió que tanto Carlos Menem como varios de sus acompañantes hayan quedado más cerca del cuestionamiento, el repudio y el olvido que del respeto social.

Alfonsín podía, como figura política, trascender a su partido; sus sucesores iban a necesitar de la lealtad de los fanáticos, aquellos que construyen la convicción en la ceguera de ocultar el lado oscuro de sus jefes. O, por el contrario, los que votan en contra de aquello que consideran el mal, decisión que nunca se puede convertir en un logro más allá de la calidad del elegido. Confrontar con lo que imaginan como el mal no implica ocupar el espacio del bien. Es muy mezquino ese “anti” sea cual fuere el lugar desde el que se ejerce.

Después de Alfonsín, que no tuvo un gobierno exitoso, después de su intento honesto, llegarán las infames privatizaciones de las empresas del Estado, y en consecuencia, el estallido de la pobreza y la miseria. Desde entonces, el poder va a dejar un conjunto de burócratas enriquecidos, contracara de la pobreza que engendran en la sociedad. Las ideas dejan su lugar a los intereses, se achica el espacio del compañero, el correligionario o el camarada para dejar ingresar a la oscura figura del operador, a la indigna etapa del “cómplice”.

La destrucción del Estado a partir de esa entrega implicó el regalo de lo construido por generaciones a supuestos inversores que poco y nada se propusieron invertir. El triunfo de la idea de que el Estado es un mal administrador permitió la estafa, el saqueo de la propiedad colectiva que pasa a manos de grupos de poder. Y entonces, la política misma ya no será una responsabilidad de los partidos, sino una graciosa concesión de intereses y terminará trabajando a su servicio.

Más tarde, será el turno de esa frívola diferenciación entre el “populismo” y el “liberalismo”, y digo frívola ya que ni siquiera los términos soportan una clara definición de su contenido. El supuesto peronismo, el de Menem, desguazó el Estado, lo saqueó; luego, los Kirchner, Néstor y Cristina, participaron de la privatización de YPF que es, junto al resto de las entregas, una renuncia a la voluntad de ser patria. Ni hablemos de eso después de testaferros y privatizaciones con juicios perdidos, proceso que no hace más que generar pobreza y decadencia. Macri terminará exacerbándolo, empobreciendo y endeudando a la vez, a niveles inauditos, a nuestra sufrida sociedad.

Hoy vivimos un gobierno que hasta el momento no llega a superar “las generales de la ley”, esa mezcla de ausencia de rumbo, talento y prestigio que marca la política nacional. La aparición y las exigencias de los fanáticos siempre conducen a la derrota de sus propios candidatos.

La sociedad lleva 45 años de pasar de un 5% de pobreza a un 50%, debemos ser sin duda un caso de fracaso ejemplar en el contexto de los países en crisis. Eso que llamamos “grieta” es tan solo la confrontación de grupos de poder que ni siquiera arriban a un modelo político común compartido.

La suma de las codicias no permite forjar una sociedad, solo expoliar sus riquezas. Así como con su larga historia, Europa fue asolada por las guerras y finalmente logró un destino común, así nosotros podemos abrigar la esperanza de que la profundidad de la crisis nos obligue a revisar el imperio de los egoísmos y forjar juntos un proyecto común.

Muchos intereses deberán limitarse para llegar a ese objetivo, descontando que la corrupción no puede ni debe ser tolerada. No hay otro camino que reunirnos e intentarlo. Solo el sueño de un destino superior, un proyecto convocante, solo ese desafío puede suscitar lo mejor de nosotros.

La utopía de sentirse artífice de la construcción de un nuevo destino, solo ese imposible nos puede convocar. Quizás el hartazgo del predominio de la pequeñez nos permita el intento de transitar la grandeza. Es la única manera de trascender y la única, digna de ser intentada.

Para Infobae por Julio Bárbaro.